Supongo que Joaquín Caparrós fue el primer sorprendido. Era el verano de 2003 y el de Utrera iniciaba su cuarta campaña al frente del Sevilla FC. A esas alturas, después de un ascenso y dos años sin apuros en Primera, toda España conocía al dedillo el libro de estilo del peculiar técnico sevillista: presión, velocidad y contundencia. Era un Sevilla incómodo, pegajoso, que caminaba sobre la fina línea que siempre separa la intensidad y la tan manida “agresividad bien entendida” de la violencia.