El Sevilla cerró con otra alegría, en lo que a la Liga se refiere, una de las mejores temporadas de su historia y también de las más extrañas, no sólo por la falta de público y las alturas en las que acaba por la desgracia mundial que ha traído el Covid-19, sino también por la exigencia en la que se ha instalado su afición, que mientras recordaba antes del inicio del duelo ante el Valencia a Biri-Biri en su adiós, parece totalmente de espaldas al espíritu de alegría y combatividad que insuflaba el morenito –así se le decía con cariño en sus tiempos y no se escandalizaba nadie– delantero gambiano. Esa alegría con la que el sevillismo celebraba cada gol, cada triunfo, ese gesto siempre sonriente de Biri-Biri que cautivó a su afición tanto que fundó su peña más grande en torno a él y que la mantuvo hasta nuestros días, ha desaparecido y en su lugar a menudo convive con una frustración casi enfermiza que impide saborear los éxitos de un equipo que, en el caso que nos ocupa, puede permitirse el lujo de llegar a la última jornada peleando por el tercer puesto y hasta acabar empatado a puntos con su inquilino.