Mucho se había escrito y hablado en los días previos al derbi del domingo en el Sánchez-Pizjuán en torno a la posible presión con la que llegaba el Sevilla al partido tras la imagen en Bilbao y las palabras de Míchel atizando a sus jugadores por no tener «compromiso con la camiseta que representan». El técnico madrileño sabía muy bien lo que hacía. Si había algún instante más apropiado para picar a los suyos, ése era el de la semana del derbi. El orgullo de los futbolistas podría llevarse a la máxima expresión ante su afición, en casa, con los Biris de vuelta y ante el eterno rival. El vestuario estaba convencido de que era el momento. Y lo fue.