En la negrísima noche moscovita, el Sevilla fue un catálogo de defectos. Tantos, para consumar la segunda mayor goleada que encaja en sus 173 partidos europeos. Las deficiencias explotaron con toda su crudeza. La principal, la inferioridad física. Lo lastró con la pelota por su parsimoniosa circulación de balón, y lo condenó sin la pelota por su impotencia para cortar las diabólicas transiciones del Spartak hasta Sergio Rico.