Allá por los ochenta del pasado siglo, cuando los jugadores llevaban barbas y bigotes y ser metrosexual era parecerse a la Esmeralda pero sin acento en la ó de su condición sexual, la política comenzó enmerdar el fútbol, inoculando embriones infectados en el peñismo de todos los campos de Dios que, como el huevo de la serpiente, solo pedía tiempo para eclosionar y prolongar lo peor de su estirpe. Hasta entonces el fútbol era un deporte en absoluto casado con la política.
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