Aquella temporada, ganar o perder pasó a un segundo plano. Cada día que el Sevilla jugaba en Nervión, mis labios dibujaban una sonrisa especial, desde que despertaba, porque no era un día cualquiera. Llegaba al estadio más temprano que nunca había llegado y que nunca más llegué. Y cuando Diego salía del túnel de vestuarios y pisaba el césped para calentar, siempre me acordaba del padre de mi amigo, porque, ciertamente, el tiempo se detenía y yo entraba en éxtasis. ¡Que sí, que es cierto, que es Maradona y está ahí, vestido del Sevilla!, me decía cada partido.